26 de mayo 2021.
Proceso.
Bajo el sofisma, repetido incansablemente por AMLO, del pueblo “sabio” y “bueno” que “no se equivoca”, el déspota que lo habita quiere arrogarse, como en las dictaduras de las que bebe, el derecho de hacer lo que quiera y de transformar la arbitrariedad en bendición.
En su estudio La sabiduría del amor, Alain Finkielkraut analiza, entre muchas otras cosas, uno de los componentes que están en la base de los despotismos: la santificación del pueblo. Desde la época del Terror que siguió a la Revolución Francesa y que resume la frase de Robespierre: “El terror no es más que la justicia rápida, severa e inflexible”, la idea de que al pueblo todo le está permitido porque la legitimidad emana de él, ha acompañado a los regímenes dictatoriales.
Contra lo que suele pensarse, las dictaduras no son, por lo mismo, un fortalecimiento del Estado, sino su debilitamiento. Así, los fascismos buscan plegar las instituciones jurídicas a la voluntad nacional representada por el caudillo que la encarna. Los de corte marxista, sustituir al Estado por el pueblo oprimido y fundar, como quería Zimoniev, “una civilización sin derechos” en nombre de los derechos de los más débiles.