3 de mayo 2020.
El País.
Son tantos los récords que deja esta crisis relámpago que, quizá, deberíamos ir pensando en hacer un alto en el camino, poner luces largas y distancia con las estadísticas —todas pavorosas— que nos deja el día a día. Hasta entonces, las que siguen cayendo, ya no en cuentagotas sino en avalancha, dejan un reguero de malas noticias imposibles de imaginar solo unos meses atrás. Los confinamientos llevarán a la economía global a su peor año desde el crash del 29, ese que ya solo conocemos a través del cine y los libros de historia económica. La deuda pública batirá máximos históricos en buena parte de Occidente y el empleo, la variable macro más estrechamente vinculada a la economía real, revertirá buena parte de las ganancias registradas en los últimos años, cuando el zarpazo de la Gran Crisis empezaba a quedar atrás en la memoria.
Hay, sin embargo, un ángulo ciego que hace esta crisis diferente de las anteriores: el bloque de países en vías de desarrollo, que no ha dejado de ganar peso en el cóctel de la economía mundial, cerrará este 2020 su primer ejercicio en negativo desde que hay datos. Lo que no consiguió ninguna de las crisis estrictamente emergentes del último medio siglo lo va a lograr un minúsculo virus de 0,000125 milímetros. Los números del Fondo Monetario llegan hasta cuatro décadas atrás y el peor registro había sido un crecimiento del 1,2% de 1983. En los del Banco Mundial, que se remontan hasta principios de los sesenta, el ejercicio más negro se cerró con un alza del PIB del 0,7% que hoy suena a anhelo de tiempos mejores: este año las naciones en vías de desarrollo sufrirán un retroceso del 1% que ofrece una foto fija sin precedentes, con los países de la OCDE y los de renta media y baja bajo el manto de la recesión y la economía mundial a la deriva.