22 de abril 2020.
El Financiero.
El lunes pasado, con mis colegas Juan Jesús Garza Onofre, Sergio López Ayllón, Issa Luna Plá y Javier Martín Reyes, publicamos un texto para llamar la atención sobre la parálisis en la que se encuentra el Congreso de la Unión. Advertimos, además, que se trataba de una parálisis voluntaria y que esa situación pone en riesgo a la democracia y al Estado constitucional mexicano. Sigo pensando lo mismo.
Es verdad que ese día, por la tarde, el Senado sesionó para aprobar la iniciativa de Ley de Amnistía que meses atrás presentó el presidente de la República. Alguien podría pensar que, con ello, al menos esa cámara legislativa desmontó la tesis medular de nuestro texto. Por desgracia no es así. La médula de nuestro argumento es que asistimos por la vía de los hechos a una concentración de poderes en manos del Poder Ejecutivo. La sesión del Senado, paradójicamente, refuerza la preocupación. El presidente pide y los legisladores otorgan.
Como es normal, el artículo suscitó algunas reacciones. Por ejemplo, se dijo –con razón– que algunas actividades legislativas siguen funcionando. Es el caso del trabajo en comisiones. Pero éstas no son el Parlamento, ni sus sesiones están sometidas al escrutinio público y al rigor de la transparencia al que deben exponerse los actos legislativos. De hecho, el trabajo de las comisiones suele caracterizarse por su opacidad. Hoy más que nunca debemos tener un Poder Legislativo abierto en el que la representación democrática se escuche y se recree. De hecho, de las pocas cosas buenas que nos dejará este virus es que hemos aprendido que, gracias a la tecnología, es posible la acción pública en público.